martes, 25 de enero de 2011

"Depreflación", un atículo de Albert Recio, para el consejo científico de ATTAC España


I. En la década de 1970 se popularizó el término estanflación (estancamiento con inflación). Más allá de reflejar una situación de hecho (la coexistencia en el tiempo de un período de estancamiento económico con elevada inflación), el fenómeno era presentado como el fiel reflejo del fracaso de las políticas keynesianas de activación de la demanda y una prueba de la bondad de los análisis teóricos de uno de los más importantes economistas ultraliberales, Milton Friedman. Éste había argumentado con anterioridad [El punto de partida teórico de la ofensiva neoliberal puede fecharse con la aparición del artículo de Friedman “The role of monetary policy” (American Economic Review, marzo de 1968)] que las políticas de demanda efectiva solo funcionaban mientras los sujetos realizaran sus cálculos en términos nominales (precios corrientes), pero cuando aprendieran a considerar los precios reales (por ejemplo el poder adquisitivo del salario una vez descontada la inflación de precios) y a tomar decisiones en base a los mismos su potencial para reducir el desempleo quedaría bloqueado. Cuando ello ocurriera los intentos de expandir la economía a través de insuflar dinero público a la misma sólo generarían inflación sin expandir la actividad económica. Para este autor, y sus seguidores, había un nivel de desempleo que solo podía reducirse por políticas estructurales del tipo que hemos conocido en los últimos treinta años: flexibilización de las pautas de contratación laboral, endurecimiento de las políticas de ayuda a los desempleados, debilitamiento de los sindicatos etc.

La evolución económica a partir de 1973, tras la subida de precios del petróleo, pareció darle la razón a Milton Friedman y fue el argumento esgrimido por muchos economistas académicos para sepultar el keynesianismo y rendirse a los nuevos predicados del neoliberalismo teórico y práctico. Las políticas antiinflacionarias que sustituyeron a las de demanda tenían objetivos claros: reducir el poder excesivo (a ojos de los grandes grupos empresariales) del sector público y de la clase obrera y recomponer el poder simbólico y efectivo del capital sobre la sociedad. En este planteamiento había dos cuestiones que resultaban claves: la de la inflación y la de la rigidez. La inflación era presentada como el gran mal económico a combatir y en función de ello debían ponerse en práctica medidas tendentes a bloquear la espiral inflacionista. Si sube el precio de un producto o grupo de productos y el resto se mantiene estable se produce un cambio en las condiciones de intercambio que favorece a los agentes (individuos, empresas) que han conseguido aumentar sus precios. Si toda la operación acaba aquí simplemente se habría producido un cambio en la distribución de la renta a favor de unos grupos y en detrimento de otros. Pero si los perdedores reaccionan subiendo, a su vez, los precios (incluidos los salarios) para evitar el deterioro de sus posiciones, es posible que entremos en una espiral inflacionaria en la que cada aumento de precios de una parte es respondido con otro de la otra. En una espiral de este tipo pierden aquellos colectivos que no son capaces de incrementar “sus precios”. Si existen mecanismos de indexación podría ser que nadie perdiera efectivamente y simplemente lo que ha variado son los precios nominales. Si esta espiral solo tuviera lugar en un país, los productos de este país se encarecerían frente al exterior, aunque ello podría ser contrarrestado mediante la devaluación de su divisa (algo que ahora no pueden hacer, por sí solos, los países que han adoptado el euro). Acabar con la espiral inflacionista requería por tanto que una de las partes aceptara una pérdida de poder adquisitivo renunciando a revisar sus precios o aumentándolos a un ritmo menor. En esto consistieron muchas de las políticas antiinflacionarias de los 1970s y 1980s, en forzar a la clase obrera y a los líderes sindicales a aceptar una moderación salarial y una pérdida de peso relativo de sus rentas. Lo que se practicó por vías muy diversas: grandes pactos sociales, imposiciones gubernamentales (en muchos países se liquidaron los mecanismos de indexación de salarios y rentas), políticas antisindicales, reorganización empresarial, introducción de dobles escalas salariales, etc. La estanflación fue el señuelo que justificó estas políticas y ayudó a asentar las políticas neoliberales.

II. El contexto actual es muy diferente del de hace treinta y cinco años. Al inicio de la crisis la posición de las clases trabajadoras era mucho más débil, producto de la triple combinación de las políticas neoliberales, la globalización y la reestructuración de las organizaciones empresariales. Como señaló el fallecido Andrew Glyn en un texto publicado un año antes del gran estallido estábamos ante una situación de “apretujamiento” de los salarios” (A. Glyn Capitalism Unleashed, Oxford University Press, 2006. Hay trad. cast.: Capitalismo desatado, La Catarata, 2009). Tampoco el contexto de precios es el mismo .Y si diferente era la posición estructural más aún lo han sido las políticas de respuesta a la crisis. En lugar de emprenderse decididas políticas expansivas, lo que se esta produciendo en Europa es justamente lo contrario: aplicar planes de ajuste, de recortes del gasto que tienen un efecto depresor sobre la actividad económica además de innumerables costes sociales. No hay ni por asomo políticas expansivas clásicas, al menos en Europa. Y es en este contexto de estancamiento económico donde reaparecen alzas de precios que exigen ser explicadas en un contexto sin embargo diferente al de la estanflación.

Después del parón de 2008-2009 ha bastado una moderada recuperación económica, incapaz de reducir sensiblemente el nivel de desempleo en la mayoría de países, para que vuelva a incrementarse el precio del petróleo y el gas natural. La explicación de este crecimiento exige tomar en cuenta la complejidad de los mercados de materias primas. Mercados donde además de los oferentes y demandantes finales operan relevantes agentes especulativos. Aunque no debe descartarse el papel de la especulación financiera, es posible que este alza refleje en parte la inflexibilidad de la oferta de algunas materias primas frente a alzas de la demanda. Si éste es el caso la conclusión a la que podría llegarse es que dado el modelo tecno-productivo imperante y dada la imposibilidad de expandir de forma sostenida la oferta de estas substancias (por las conocidas razones que cualquiera con nociones básicas de economía ecológica maneja) vamos a estar confrontados de forma recurrente a tensiones inflacionarias que nada tendrán que ver con las políticas salariales de las que se ocupan preferentemente los modelos macroeconómicos estándar. De hecho ello ya ocurrió en 2007 y dio lugar a un alza súbita de los tipos de interés por parte del Banco Central Europeo, con el objetivo de frenar la inflación (aunque posiblemente a lo que más contribuyó fue a acrecentar la crisis financiero- inmobiliaria). Ello fue debido a que el alza de tipos provocó que los hipotecados más pobres vieran incrementadas sus cuotas mensuales a niveles imposibles de pagar.

Las actuales alzas de precios obedecen, además, a otra conocida política neoliberal. La que se basa en traspasar a los consumidores el coste pleno de los servicios (o cuanto menos aumentar su cuantía) con el argumento de que las subvenciones distorsionan el mercado y generan individuos aprovechados. Las alzas de los precios de muchos servicios públicos (y el anuncio de otros futuros) obedecen a la misma lógica que ha conducido en muchos países en desarrollo a la eliminación de las subvenciones a los alimentos básicos. Y van a estar acompañadas con desindexaciones de las rentas básicas. O sea, un diseño orientado a generar que sean los asalariados los que vean disminuida su parte del pastel para que su “sacrificio” contribuya a frenar la inflación y a “racionalizar” la economía. Estamos ante una situación paradójica en la que las políticas económicas por un lado frenan la actividad económica y por otra aumentan los precios de bienes básicos. Las recientes decisiones de las Administraciones españolas en materia de precios (energía, transporte público, etc.) y rentas (salario mínimo, pensiones etc.) se inscriben en esa variante de las políticas de ajuste, en las que se imponen restricciones tanto al empleo como a las rentas.

III. La respuesta automática a estas políticas es la del rechazo. Negarse a que el coste de la crisis recaiga sobre los grupos sociales que ni han sido responsables de la misma, ni se han beneficiado del auge anterior. Hay sin embargo una variante que no podemos soslayar. Se trata de las alzas de precios de materias primas que están, de un modo u otro, recordándonos que el nivel de consumo mundial es insostenible. En estos casos podemos sin duda denunciar a los especuladores (y promover reformas institucionales que limiten su papel), podemos discutir las modalidades de aplicación de los aumentos, podemos exigir medidas compensatorias… Pero esto puede resultar a medio plazo insuficiente y hasta inadecuado. En este caso lo que debe plantearse es una política de reorganización ecológica de la sociedad, priorizando los consumos y las formas de vida sostenibles. Algo que va contra la lógica del capital pero que a menudo choca con los hábitos consumistas (y con muchas formas de vida sujetas a estructuras vitales bastante rígidas a corto plazo, como es el modelo espacio-tiempo que domina nuestra vida cotidiana) de la población. Afrontar las alzas de precios derivadas de la crisis ecológica requiere algo distinto que la mera resistencia a las políticas neoliberales. Requiere tener alguna prospectiva de cómo transformar las reglas del juego económico en clave de justicia social y racionalidad ecológica.

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