lunes, 23 de marzo de 2015

El TTIP: la consagración del neoliberalismo más salvaje




Las corporaciones transnacionales representan la práctica neoliberal en su más pura expresión, y es por ello que creo que deben estar bajo control. No quiero decir reducir su tamaño o destruirlas, pero sí evitar que controlen la tarea de gobernar.

Las transnacionales quieren la desregulación y estar libres de la vigilancia gubernamental en la mayor medida posible, y están redactando los instrumentos legales que se lo faciliten. Quieren unos sindicatos débiles o, a ser posible, ninguno en absoluto. Quieren apoderarse de los servicios públicos, afirmando que su privatización es deseable porque siempre la empresa privada conseguirá mejores resultados que la gestión pública en aspectos de eficiencia, calidad, disponibilidad y precio.

La doctrina corporativa sostiene que el libre comercio puede implicar inconvenientes transitorios para algunos, pero finalmente será útil a toda la población mediante el crecimiento, más y mejores empleos y una mayor riqueza. Las barreras arancelarias y no arancelarias al comercio y a las inversionesextranjeras directas deberían ser eliminadas; los inversores deberían tener garantizado el derecho de demandar al gobierno si las políticas del mismo restringen los beneficios. El comercio está sobrerregulado y las regulaciones o, como dicen los estadounidenses, los factores «irritantes para el comercio» deberían ser reducidos al mínimo y «armonizados», hacia el mínimo común denominador.

El gasto gubernamental es intrínsecamente malo (excepto si hablamos de los presupuestos para defensa y seguridad nacional) y debería ser reducido al mínimo, como parte de la reducción general del tamaño del sector público. Las deudas y los déficits de presupuesto de los gobiernos se han ido acumulando por que «hemos vivido por encima de nuestras posibilidades» y no porque hayamos tenido que pagar una colosal crisis financiera y sus consecuencias. Las deudas deben ser saldadas y los déficits reducidos tan rápido como sea posible, gracias a la imposición de medidas de austeridad sobre la población.


En Estados Unidos, Ronald Reagan fue el promotor de la creencia de que «el gobierno es el problema, no la solución», que hoy se ha convertido en artículo de fe entre aquellos a los que James Surowieck, periodista del New Yorker, ha bautizado como los «magnates plañideros». Uno de ellos comparó el establecimiento de impuestos con «la invasión de Polonia por los alemanes». También remarcan su resentimiento ante las críticas de los advenedizos de clase media o del movimiento Occupy; dos de ellos llegaron a compararlos con los «ataques nazis a los judíos».

Los programas de austeridad se sustentan en estas convicciones, cada una de las cuales es fehacientemente errónea, aunque sean repetidas incansablemente. Aparte del hecho de que no funciona y que no puede crear una economía saludable, el neoliberalismo es egoísta y cruel, hasta inhumano. Esta es la razón por la que hoy día los pensionistas griegos están buscando comida en los cubos de basura, porque ya no se pueden permitir comprarla. En Estados Unidos, un republicano de Tennessee votó por la eliminación de los cupones de alimentos en términos que recuerdan los de algún severo profeta bíblico: «Quienes se nieguen a trabajar no comerán». Por supuesto, nada dijo sobre la falta de puestos de trabajo disponibles para aquellos que tratan de encontrar empleo.

En la UE se está desarrollando una intensa ofensiva contra el Estado de Bienestar y el modelo social europeo, cuya finalidad es eliminar todos los logros obtenidos por los trabajadores durante las últimas seis o siete décadas. Para los neoliberales, cada aspecto de este modelo social es aborrecible pues se basa en fijar impuestos a los ricos y a las corporaciones, los supuestos creadores de toda la riqueza, y dársela a quienes no se la merecen. Los pobres, aun los trabajadores pobres, no participan en la creación de valor, son solo gorrones. Los ricos no les deben absolutamente nada.


Fragmento del prólogo de Los usurpadores 


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