El poder es poder matar, y quien puede hacerlo, tiene el poder. Esta verdad simple, y a la vez esencial, ha sido siempre escondida porque es profundamente desestabilizadora. La «legitimación del poder» consiste, precisamente, en inventar una justificación que permita enterrarla. La religión o la filosofía política lo han hecho apelando a Dios, a la sociedad o al transcendental que en cada momento fuera más conveniente. Sin embargo, ha sido desde el interior del propio poder de donde ha surgido, posiblemente, la coartada más inesperada. Sucedió en la segunda mitad del siglo XVIII, cuando el antiguo Derecho de soberanía se abrió a un acercamiento a la vida con la excusa de protegerla. Fue así como el poder se vistió de biopoder, y decidió que no bastaba con disciplinar los cuerpos uno a uno, sino que había que regular un cuerpo que poseía innumerables cabezas, es decir, la población entera. Esta nueva tecnología del poder que Foucault llamó biopolítica estataliza la vida para poder optimizarla, y se autopresenta bajo un rostro más humano. Estadísticas, previsiones, mecanismos de regulación y de seguridad son las herramientas empleadas para gestionar cualquier amenaza imprevisible dirigida contra la población. El soberano «hacía morir o dejaba vivir», la biopolítica, en cambio, interviene para hacer vivir.
Ciertamente
la otra cara del «hacer vivir» es el terrible «dejar morir», aunque
este aspecto permanecía en un segundo plano. Incluso el propio Foucault
se preguntaba: «Si de lo que se trata es de potenciar la vida (prolongar
su duración, multiplicar su probabilidad, evitar los accidentes,
compensar los déficits), ¿cómo es posible que un poder de este tipo
pueda matar, exponga a la muerte no solo a sus enemigos sino a sus
ciudadanos?» (Genealogía del racismo, Madrid, 1992: 263). Este «olvido»
no resulta extraño ya que, desde la perspectiva del biopoder, la muerte
aparentemente desaparecía de la esfera política y casi se transformaba
en un asunto privado. Pero el abrazo del poder a la vida tiene mucho de
engaño, y en ese «tomarla a su cargo» no se puede ocultar la asimetría
que existe: la intervención sobre la vida presupone y requiere poder
matar. Con lo que, finalmente, se desvela la verdad de la biopolítica.
La biopolítica es, en ella misma necropolítica, es decir, una política
de y con la muerte.
El libro de Clara Valverde muestra que la
política neoliberal consiste en una necropolítica cuyo objetivo
declarado es acabar con los excluidos. No se trata de ninguna
exageración. El capital desbocado en su marcha adelante destruye todos
los obstáculos que encuentra en su camino. Y son obstáculos todas
aquellas personas que no son rentables, que no son empleables. Desde los
pobres a los discapacitados y dependientes, pasando por los jóvenes o
los ancianos sin recursos. El mérito del libro es mostrar cómo ese
«poder matar» se materializa en políticas concretas. Clara analiza,
especialmente, porque lo conoce muy bien, el tratamiento
jurídico-sanitario de los enfermos de SSC, esos «muertos en vida»
extremadamente frágiles pero cuya fuerza descoloca la mirada del sentido
común. Esta denuncia, en la medida en que la necroplítica es una
política de la desaparición, debe extenderse —y esto solo puede ser el
resultado de un trabajo colectivo aún por realizar— a las mujeres
asesinadas, especialmente en México, a los jóvenes asesinados en América
Central, y así podríamos seguir. Feminicidio, juvenicidio... Es
necesario inventar nuevas palabras para designar ese horror. De esta
manera sale a la luz el campo de guerra que subyace bajo nuestra
imperturbable normalidad. Un campo de guerra en el que la política de la
desaparición confiere a la muerte un nuevo estatuto. La muerte
socializada como amenaza permanente y signo del poder se pone más allá
de sí misma, y no constituye ya límite alguno. Porque aun más terrible
que ella misma es la violencia inscrita en el cuerpo de la víctima
inocente, cuyo objetivo solo se hace comprensible si se inserta en la
estrategia nihilizadora del capital.
Excluidos, pues, serían
aquellos que habitan, o mejor dicho, aquellos que intentan sobrevivir en
este campo de guerra que abarca toda la Tierra. La necropolítica
vincula, absolutamente, política y muerte, y no permite ninguna
exterioridad. Pero entonces, ¿por qué hay tanta normalidad si estamos en
guerra? Porque el espacio de los posibles recubre el campo de guerra y
lo oculta, como la luz oculta la oscuridad. La proclama que rige el
funcionamiento del espacio de los posibles es simple: «Eres libre de
hacer con tu vida lo que quieras», y los posibles son las latas de
oportunidades que abrimos. Sin embargo, nos ahogamos por falta de
imposible ya que, en verdad, se trata de una cárcel abierta y
autogestionada. En el campo de guerra, por lo contrario, el chantaje de
la amenaza y del secuestro extiende el miedo, mientras las jerarquías
oscuras organizan el agujero negro de una cárcel cerrada. Los posibles
aquí se recogen en una sola imposibilidad, la imposibilidad de vivir.
Pero
el campo de guerra y el espacio de los posibles son las dos caras de lo
mismo. De una única realidad en la que vivir es aceptar, día a día, que
la propia vida no vale nada. Por eso la dualidad excluido/incluido es
útil, y a la vez, problemática. Constituye el punto de partida necesario
y, sin embargo, tiene que ser dejada a un lado. El desafío consiste en
atravesarla: «todos somos (potencialmente) excluidos». La antigua
operación política que buscaba dar una centralidad política al margen,
no es necesaria. El margen está ya plenamente en el centro. Si pensamos
políticamente la exclusión, es decir, si consideramos a los excluidos
anomalías peligrosas puesto que interrumpen la máquina de movilización
global, entonces el grito de «Basta ya» estalla en una única afirmación
colectiva de dignidad. Aunque tampoco hay que engañarse. La vida del
joven que no vale nada en Colombia porque su muerte es moneda de cambio
no es la vida del joven en paro y sin futuro que malvive en el parque
temático llamado Barcelona. Clara Valverde lo sabe perfectamente. Hablar
de necropolítica no implica simplificar el discurso ni confundirlo
todo. Por esa razón, su libro apunta desde el principio a la cuestión
verdaderamente importante: ¿cómo autoorganizar el sufrimiento social?
¿Cómo pensar una alianza política entre todos y todas? Evidentemente, no
se nos da la solución aunque sí valiosas indicaciones: los espacios
intersticiales en tanto que lugar de encuentro, la empatía radical como base de una unión sin unidad, en definitiva, la propia vulnerabilidad como el modo más radical de hacer frente, paradójicamente, a la necropolítica.
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