Damien Millet – Sophie Perchellet – Eric Toussaint (CADTM)
En los países más industrializados, que fueron el epicentro de la crisis mundial desencadenada entre 2007 y 2008, existe un triste contraste: mientras la población debe hacer frente al deterioro de sus condiciones de vida, los gobiernos y sus amigos a la cabeza de los grandes bancos se felicitan del rescate del sector financiero y de una tímida recuperación coyuntural. Además de los planes de relanzamiento de la economía por más de un billón de dólares, las grandes instituciones financieras han recibido ayudas gubernamentales bajo la forma de garantías, de préstamos e incluso de inyección de capital, pero sin que el Estado participe en la gestión de la empresa ni que aproveche de su presencia para reorientar de manera radical las decisiones que se toman.
El camino elegido por los gobiernos para salir de la crisis financiera privada provocada por los banqueros ha disparado la deuda pública. El enorme crecimiento de esta deuda será utilizado, durante mucho tiempo, por los gobiernos como un medio de chantaje para imponer recortes sociales y para descontar de los ingresos de «los de abajo» las sumas necesarias para el pago de la deuda pública en poder de los mercados financieros. ¿Cómo? Los impuestos directos sobre los ingresos altos y sobre las sociedades bajan, mientras que los impuestos indirectos, como el IVA, suben. Pero es éste un impuesto muy injusto, ya que es sostenido principalmente por las familias modestas: si se aplica un IVA del 20 %, una familia pobre, que destina todos sus ingresos al consumo básico, paga el equivalente a un impuesto sobre su renta del 20 %, mientras que una familia rica, que ahorre el 90 % y sólo consuma el 10 % de sus ingresos, paga en cambio sólo un impuesto del 2 %.
De esta manera, los ricos ganan dos veces: contribuyen menos al impuesto y con el dinero economizado compran títulos de la deuda pública, obteniendo beneficios con los intereses que paga el Estado. En forma inversa, los asalariados y los pensionistas están doblemente penalizados: sus impuestos aumentan mientras los servicios públicos y la protección social se degrada. El pago de la deuda pública constituye por lo tanto un mecanismo de transferencia de ingresos de «los de abajo» hacia «los de arriba», así como un eficaz medio de chantaje para proseguir sin problemas con las políticas neoliberales que benefician a estos últimos.
Y eso no es todo: de ahora en adelante, los beneficios y la distribución de bonus (los operadores financieros de los bancos franceses recibieron 1.750 millones de euros en primas correspondientes a 2009, y los traders de Wall Street recibieron 20.300 millones de dólares —con un aumento del 17 % respecto a 2008—) reanudan su loca carrera mientras se le pide a la población que se apriete el cinturón. Para colmo, con el dinero fácil prestado por los Bancos Centrales, banqueros y otros inversores se han lanzado a nuevas operaciones especulativas, sumamente peligrosas para el resto de la sociedad, como se ha visto con la deuda griega. Y no hemos citado ni los precios de las materias primas ni del dólar. Hay un silencio total de parte del Fondo Monetario Internacional (FMI) y de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE) mientras el G20 se niega a tomar medidas sobre los bonus y la especulación. Todos están de acuerdo en ampliar la carrera por la ganancia bajo el pretexto de que eso acabará por relanzar el empleo.
El objetivo mundial de los poderosos es la vuelta al crecimiento, aunque éste sea muy desigual y destructor del ambiente. Por parte de ellos, no existe ningún cuestionamiento de un sistema que ya dio pruebas de su fracaso. Si no se reacciona a tiempo, se completará el desmantelamiento del Estado y las poblaciones, víctimas de la crisis, tendrán que aguantar su coste, mientras que los responsables saldrán con más poder que nunca. Hasta hoy, bancos y fondos especulativos fueron rescatados con dinero público sin obtener ninguna contrapartida real.
Sin embargo, el discurso debería ser este: «Ustedes, poderosos prestamistas, se han beneficiado generosamente de la deuda pública, pero los derechos humanos fundamentales están seriamente amenazados y las desigualdades crecen en forma vertiginosa. Nuestra prioridad es ahora garantizar esos derechos fundamentales y son ustedes, los poderosos acreedores, los que pagarán por ello. Les aplicaremos un impuesto a la altura de lo que se les debe, el dinero no tendrá que salir de vuestro bolsillo, pero la acreencia desaparecerá. Y considérense felices puesto que no les reclamamos los intereses que ya se les pagó en detrimento de los intereses de los ciudadanos.» Es por esto por lo que sostenemos la idea de gravar a los grandes acreedores (bancos, compañías de seguros, fondos especulativos, y también fortunas particulares) a la altura de las acreencias que tienen en sus manos. Esto permitiría a los poderes públicos aumentar los gastos sociales y crear empleos socialmente útiles y ecológicamente sostenibles. También pondría a cero los contadores financieros de las deudas públicas del Norte, sin que tengan que contribuir las poblaciones víctimas de esta crisis, haciendo que la totalidad del esfuerzo recaiga sobre los que causaron o agravaron la crisis, que ya se beneficiaron profusamente con ella.
Se trataría, realmente, de un cambio radical hacia una política de redistribución de la riqueza a favor de aquellos que la producen y no de los que especulan con ella. Esta medida, si estuviera acompañada de la abolición de la deuda externa pública de los países en desarrollo y de una serie de reformas (en especial, una reforma fiscal de gran amplitud, una reducción radical del tiempo de trabajo sin pérdida de salario y con contrataciones compensatorias, la transferencia del sector del crédito al dominio público con control ciudadano, etc.), podría permitir una verdadera salida de la crisis, con justicia social y en el interés de los pueblos. Esta reivindicación, extrañamente poco mediatizada, merece ser fervorosamente defendida.
Traducido por Griselda Pinero y Raúl Quiroz
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