Antaño
parecía utópico hablar de empoderamiento ciudadano si tenemos en cuenta
el paternalismo político y la reducción de competencias consistoriales que ha llevado a cabo el
Estado español desde el inicio de la Transición democrática. Pero el inexorable paso de la crisis ha acabado
poniendo en tela de juicio la vigencia del sistema actual y han acabado
aflorando con más fuerza nuevos movimientos ciudadanos basados en la
autogestión y la solidaridad. La irrupción de Podemos supone un punto de inflexión ante el viejo bipartidismo PP-PSOE y plataformas municipalistas como
Guanyem/Ganemos han despertado el debate en torno a una política localista, de proximidad.
¿Estamos ante un cambio de paradigma político?
El cambio político se inició en 2017. Notas desde el 2020.
Ángel Calle Collado | 10/01/15 | Diagonal Periódico
En estos días, el revuelo de la asamblea constituyente y de noticias en
torno a la quita unilateral del 45% de la deuda externa copan todas las
cabeceras de los diarios digitales. Parece que el cambio “esperado” es
hoy, es ahora. Que nada de lo escrito por las anteriores crisis y las
nuevas formas de hacer política estas últimas tres décadas tuviera un
significado más allá de ser avisos, episodios de rebeldía, atisbos del
derrumbe del sistema institucional surgido en 1978 y tras la entrada en
la Comunidad Económica Europea en 1986. Pero no es así. Si hoy hablamos
de un 52% de la población sumida en la pobreza (con o sin empleo) es por
la desaparición de los colchones familiares de apoyo (ahorros, empleos
más estables, pensiones) y el recorte de derechos sociales que serían
implosionados por las élites a raíz del colapso financiero e
inmobiliario entre el 2008 y el 2014.
Y en cuanto al derrumbe institucional, los gritos de “lo llaman democracia y no lo es” comenzaron a atribuirse al entonces llamado “movimiento antiglobalización”, allá por principios de siglo. Vendría después un ciclo de protestas encabezado por el 15M y mareas sindicales (a partir de 2011). Afloraba y se hacía visible el río subterráneo del poder social: descontento organizado en clave de reclamaciones de dignidad para todas las personas; y democracias de alta intensidad, dentro y fuera de las instituciones oficiales. Eran, con todo, y hasta el 2016, tiempos de conflictos asumibles, de herramientas popularizadas (asambleas, partidos basados en círculos ciudadanos) pero aún no extendidas de manera mayoritaria y cotidiana entre la población. Recordemos también aquel 2015 donde se habló de un “verdadero cambio político” tras el fin del bipartidismo en las elecciones municipales y generales. El recién creado partido Podemos, junto con iniciativas adyacentes (Ganemos, Somos, Asambleas por la Democracia y otras que han emergido después) dieron la impresión de que el recién estrenado poder electoral equivalía a un vuelco en el poder político. Pero ambos son distintos, como se confirmaría después, en su naturaleza y en su alcance.
El poder electoral representa la visibilidad en un juego institucional, marcado por las votaciones, pero acotado por las disposiciones legales para concurrir y para gestionar las administraciones “asaltadas”, los presupuestos orientados desde la Unión Europea y los pagos comprometidos en materia de deuda externa, amén de las preferencias del sector bancario-inmobiliario por favorecer (mediáticamente, con apoyo económico, con respaldo a las nuevas inversiones) la entrada de nuevas élites y de sus propuestas en dicho tablero de juego, de manera que no menoscaben su capacidad de acumulación. El poder político, por contra, se refiere a las posibilidades realizables de ejercer dicho poder electoral o de atender a las demandas que provienen de un poder social, arraigado desde la protesta o desde la construcción de espacios y circuitos económicos alternativos. El poder político toma cuerpo si es real, no si es visibilizado deseo o pronunciada amenaza. Se manifiesta en la capacidad que podemos tener de (re)orientar los marcos legales, las formas de violencia que adopta el Estado para definir quién es legítimo o quién no para ser escuchado y proponer un conflicto a resolver, la redistribución de recursos económicos o la orientación de los sectores productivos (y qué entendemos por producción beneficiosa).
Recordamos que llegó el 2015 y fue palpable tanto el cerrojazo de las élites como la pervivencia (necesaria en algunos casos, a juicio de la gente) de lo que fue considerado como “vieja política”. La Unión Europea inició la expulsión de Grecia tras el impago abierto por la coalición que lideraba Syriza. Las consecuencias económicas se reflejaron en unos puntos más de desempleo oficial y en el encarecimiento de algunos servicios muy extendidos, como el de telefonía. Eso bastó para que banca y medios conservadores se alinearan en un “España será europea o no será” que caló entre parte de la población. En ayuntamientos, y sobre todo en materia de pactos tras las generales, se intentó utilizar la llamada estrategia de “tercera vía”. Se asumieron nuevos recortes para disminuir los niveles de endeudamiento. Si bien criticado, fue asumido como un paso necesario, por sectores de izquierda incluso.
Por su parte, Podemos, que mantuvo un sí crítico al gobierno de coalición liderado por el PSOE, no encontró el poder social que se hubiera podido esperar de su seguimiento en redes sociales y de los resultados de las votaciones. Quedó más próximo de lo que se apuntara en mayo de 2014 a los partidos clásicos (atrapalo-todo) con su discurso ambiguo, atento a levantar los justos recelos entre las élites económicas a la par que a mantener expectativas altas de cambio entre su posible electorado. Con el tiempo, la indefinición resultó en una pérdida de energía ilusionadora. Sí supuso, definitivamente, un aire fresco en las formas comunicativas, en la creación de un canal de ascenso para nuevas caras en la izquierda política, en las promesas arrancadas al gobierno de coalición con respecto al cambio en el modelo productivo (incentivo al crédito, investigación de algunas deudas contraídas a escala estatal, favorecimiento de formas de economía social, fuerte inversión en el cambio de modelo energético) y en lo que se refiere al borrador de renta básica universal, borrador en discusión hasta el día de hoy.
Pero la alteración del poder electoral no zarandeó, por sí mismo, el poder político. Hubo que esperar dos años, al menos. En el lado económico repasamos los detonantes de la nueva crisis: el impago forzoso de Grecia y la consideración de un crédito de 150.000 millones de euros a Italia en 2017, junto con el alza del petróleo (que no pudo ya ser mantenido por Arabia Saudí por debajo de los 150 dólares el barril), a la par que el sector productivo creció levemente un 1% pero disminuyeron de nuevo las horas trabajadas, aumentando las familias que no percibían ningún tipo de ayuda. En el lado social, 2016 amagó con una primera protesta del “Toma la plaza y la economía”, movimiento social que cuajaría al año siguiente con asambleas permanentes en plazas, la construcción de mercados de trueques y monedas sociales en comarcas y barrios periféricos, más la ocupación de industrias y centros comerciales que amenazaron con una deslocalización ante el parón del consumo en la última década. Esto sí provocaría que los nuevos partidos se inclinaran más hacia la ciudadanía en sus formas de organización, navegando entre los círculos sociales y asambleas comarcales, y consensuando un programa de cambio abiertamente rupturista.
Con este empuje social, el 2018 fue el año que confirmaría el cambio
político, gestado un año atrás. Ante las elecciones anticipadas, Podemos
planteó un programa de máximos sobre materias esenciales, desde el
cambio de paradigma productivo hasta un escenario de repudio de la deuda
como antesala para renegociar los intercambios, compensaciones y
desencajes económicos y tecnológicos en el seno de la Unión Europea.
Izquierda Unida se fusionaría con otras fuerzas políticas para construir
la Plataforma Ciudadana por los Derechos Laborales y Sociales. Cambios por arriba que, sin embargo, arrancaron desde abajo.
Los municipios gobernados por ambas organizaciones, azuzados por un
poder social que aglutinaba el malestar, fueron los impulsores de las
grandes propuestas de ruptura. Con las plazas llenas de descontento se
priorizaron pagos destinados a rentas ciudadanas y economías sociales.
Se impugnó el pago de la deuda ilegítima. Ilegitimidad que, de forma
independiente, se realizó a través de una auditoría ciudadana a lo largo
de 2016 y 2017. Llegó de nuevo un panorama más optimista de poder
electoral. Pero esta vez funcionó menos el marketing y más el poder
social como motor del vuelco institucional. El escenario de 2020 es ya
resultado de otro poder político, tejido desde el empoderamiento crítico
y conflictivo de los años previos.
Fuente: Diagonal Periódico
Y en cuanto al derrumbe institucional, los gritos de “lo llaman democracia y no lo es” comenzaron a atribuirse al entonces llamado “movimiento antiglobalización”, allá por principios de siglo. Vendría después un ciclo de protestas encabezado por el 15M y mareas sindicales (a partir de 2011). Afloraba y se hacía visible el río subterráneo del poder social: descontento organizado en clave de reclamaciones de dignidad para todas las personas; y democracias de alta intensidad, dentro y fuera de las instituciones oficiales. Eran, con todo, y hasta el 2016, tiempos de conflictos asumibles, de herramientas popularizadas (asambleas, partidos basados en círculos ciudadanos) pero aún no extendidas de manera mayoritaria y cotidiana entre la población. Recordemos también aquel 2015 donde se habló de un “verdadero cambio político” tras el fin del bipartidismo en las elecciones municipales y generales. El recién creado partido Podemos, junto con iniciativas adyacentes (Ganemos, Somos, Asambleas por la Democracia y otras que han emergido después) dieron la impresión de que el recién estrenado poder electoral equivalía a un vuelco en el poder político. Pero ambos son distintos, como se confirmaría después, en su naturaleza y en su alcance.
El poder electoral representa la visibilidad en un juego institucional, marcado por las votaciones, pero acotado por las disposiciones legales para concurrir y para gestionar las administraciones “asaltadas”, los presupuestos orientados desde la Unión Europea y los pagos comprometidos en materia de deuda externa, amén de las preferencias del sector bancario-inmobiliario por favorecer (mediáticamente, con apoyo económico, con respaldo a las nuevas inversiones) la entrada de nuevas élites y de sus propuestas en dicho tablero de juego, de manera que no menoscaben su capacidad de acumulación. El poder político, por contra, se refiere a las posibilidades realizables de ejercer dicho poder electoral o de atender a las demandas que provienen de un poder social, arraigado desde la protesta o desde la construcción de espacios y circuitos económicos alternativos. El poder político toma cuerpo si es real, no si es visibilizado deseo o pronunciada amenaza. Se manifiesta en la capacidad que podemos tener de (re)orientar los marcos legales, las formas de violencia que adopta el Estado para definir quién es legítimo o quién no para ser escuchado y proponer un conflicto a resolver, la redistribución de recursos económicos o la orientación de los sectores productivos (y qué entendemos por producción beneficiosa).
Recordamos que llegó el 2015 y fue palpable tanto el cerrojazo de las élites como la pervivencia (necesaria en algunos casos, a juicio de la gente) de lo que fue considerado como “vieja política”. La Unión Europea inició la expulsión de Grecia tras el impago abierto por la coalición que lideraba Syriza. Las consecuencias económicas se reflejaron en unos puntos más de desempleo oficial y en el encarecimiento de algunos servicios muy extendidos, como el de telefonía. Eso bastó para que banca y medios conservadores se alinearan en un “España será europea o no será” que caló entre parte de la población. En ayuntamientos, y sobre todo en materia de pactos tras las generales, se intentó utilizar la llamada estrategia de “tercera vía”. Se asumieron nuevos recortes para disminuir los niveles de endeudamiento. Si bien criticado, fue asumido como un paso necesario, por sectores de izquierda incluso.
Por su parte, Podemos, que mantuvo un sí crítico al gobierno de coalición liderado por el PSOE, no encontró el poder social que se hubiera podido esperar de su seguimiento en redes sociales y de los resultados de las votaciones. Quedó más próximo de lo que se apuntara en mayo de 2014 a los partidos clásicos (atrapalo-todo) con su discurso ambiguo, atento a levantar los justos recelos entre las élites económicas a la par que a mantener expectativas altas de cambio entre su posible electorado. Con el tiempo, la indefinición resultó en una pérdida de energía ilusionadora. Sí supuso, definitivamente, un aire fresco en las formas comunicativas, en la creación de un canal de ascenso para nuevas caras en la izquierda política, en las promesas arrancadas al gobierno de coalición con respecto al cambio en el modelo productivo (incentivo al crédito, investigación de algunas deudas contraídas a escala estatal, favorecimiento de formas de economía social, fuerte inversión en el cambio de modelo energético) y en lo que se refiere al borrador de renta básica universal, borrador en discusión hasta el día de hoy.
Pero la alteración del poder electoral no zarandeó, por sí mismo, el poder político. Hubo que esperar dos años, al menos. En el lado económico repasamos los detonantes de la nueva crisis: el impago forzoso de Grecia y la consideración de un crédito de 150.000 millones de euros a Italia en 2017, junto con el alza del petróleo (que no pudo ya ser mantenido por Arabia Saudí por debajo de los 150 dólares el barril), a la par que el sector productivo creció levemente un 1% pero disminuyeron de nuevo las horas trabajadas, aumentando las familias que no percibían ningún tipo de ayuda. En el lado social, 2016 amagó con una primera protesta del “Toma la plaza y la economía”, movimiento social que cuajaría al año siguiente con asambleas permanentes en plazas, la construcción de mercados de trueques y monedas sociales en comarcas y barrios periféricos, más la ocupación de industrias y centros comerciales que amenazaron con una deslocalización ante el parón del consumo en la última década. Esto sí provocaría que los nuevos partidos se inclinaran más hacia la ciudadanía en sus formas de organización, navegando entre los círculos sociales y asambleas comarcales, y consensuando un programa de cambio abiertamente rupturista.
Fuente: Diagonal Periódico
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