El Porvenir. México.
En el origen de los tiempos dos hermanos reinaban sobre las tribus humanas. Su cordura y valentía les valió el privilegio y la responsabilidad de guiar las rutas de caza y recolección, porque sabían entender a la naturaleza: ella leía en las estrellas al anochecer y él olisqueaba en el horizonte del alba, y así, durante muchas lunas, su sabiduría guió a las tribus hacia el este o el oeste. Pero pasados los años, la población aumentó tanto, que cada día era más complicado conseguir el alimento necesario.
En el solsticio de verano los hermanos se recogieron e invocaron al Sol. Llovieron unas perlas amarillas que nunca antes habían visto. Para no extraviarlas las enterraron junto a su tienda, y la diosa Luna hizo llover agua. Unos brotes tiernos nacieron a los pocos días y así, se sabe, nació la agricultura. Junto a los primeros campos de maíz se asentaron todas las tribus humanas.
Un día, un grupo de jóvenes cazadoras volvió a la aldea con una cabra preñada y malherida. Los reyes hermanos intercedieron por ella, -no la matéis, aseguraros que pueda parir-. Y así, con el cabrito y el ordeño de la madre cabra, se sabe, nació la domesticación de los animales y la ganadería.
La prosperidad reinó en las tribus durante mucho tiempo, pero la población seguía creciendo y se necesitaba más tierra para los maizales y para el pastoreo de los animales. Tras un sueño idéntico que tuvieron la misma noche, los hermanos decidieron separarse y cada uno dirigió la migración de la mitad de las tribus: Al Norte marchó el hermano seguido por la mitad de la colonia y en el sur se asentaron el resto de las tribus lideradas por la hermana.
Tras un largo viaje llegaron a las tierras del norte y el hermano dijo: que cada familia construya su establo y le otorgaré 10 cabras; que cada familia cerque un terreno y le entregaré las semillas que necesita para cultivarlo. Y así, se sabe, nació la propiedad privada y con ella la necesidad de defender las posesiones frente a los vecinos y la naturaleza. Se mataba al lobo si se acercaba a los animales, se mataba al vecino si pisaba tierras ajenas. Apareció el deseo de acumular riqueza; se forzó a la tierra para parir sin descanso y se la envenenó de pesticidas; se obligó a los animales a criar sin cesar y se esclavizaron mujeres, hombres, niños y niñas para el trabajo ajeno. Y así, se sabe, nació el empresario agrícola, el capitalismo agrícola y la agricultura industrial.
En el Sur, la hermana mantuvo las tierras, las semillas y los animales en uso colectivo. Nada era de nadie, todo era de todas. Y con ellos se forjó un linaje de verdaderos pastores y agricultores. De mujeres y hombres campesinos que en su milpa, en su chacra, en su huerta, producen alimentos, sin más. No se explotan los unos a los otros y su tierra es fértil. Son su propio futuro. Miles de años después, se reconoce a la descendencia de cada una de estas familias: las que aman la vida, tienen las manos vestidas de surcos, como su tierra.
Gustavo Duch Guillot
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